Tres minutos de la vida de un canalla (Por Pedro Úbeda, aka, Murdock_es)
Una gota de sudor frio se deslizó de su frente por el lateral de su prominente nariz hacia sus labios y se estrelló entre sus piernas. Sentado en una silla de madera de roble viejo con un respaldo algo más alto de lo normal que envolvía cálidamente su cuello, su corazón le estallaba en el pecho. Miraba a su alrededor desconcertado intentando encontrar los ojos de alguien que pudiera ayudarle a salir de esta pesadilla.
Un viejo reloj de pared marcaba las cinco menos tres minutos. Tres minutos sólo para las cinco, ¡qué ironía! Aquella figura del toreo, que tantas veces había iniciado el paseíllo a esa hora para quitarle la vida a su contrincante en el ruedo, iniciaría un viaje sin retorno hacia el otro lado, en la hora de sus triunfos.
Su vida empezó a circular en imágenes, por sus ojos, a velocidad de vértigo, los éxitos en la Monumental de las Ventas de Madrid, la cerveza, las salidas a hombros, el champan, las ocho cogidas de toro, el whisky, los más de cien puntos que adornaban su ajado cuerpo, la coca, las infinitas juergas corridas con tantas mujeres distintas a la suya. No era capaz de recordar cuando había empezado a perder el control de su vida.
Aquí estaba sentado esperando que llegaran las cinco. Aquel reloj de oro que, su Gloria Bendita, como a él le gustaba llamarla, le había regalado cuando cumplió cuarenta años, le apretaba fuertemente en la muñeca y le cortaba la ya maltrecha circulación sanguínea. Si hombre, la misma Gloria que trajo al mundo a su prole de cinco hijos a los que no había visto crecer. Claro es que la temporada en las Américas tenían la culpa de esto, tanto viaje, tanta comida, tanto exceso, tanto tiempo fuera de su casa, tanta golfa…
Su Gloria Bendita le esperaba siempre sumisa y fiel a su regreso de sus triunfales campañas toreras por España, Méjico, Perú, Guatemala, Ecuador y el sur de Francia. Pero Carlos Benítez y Vargas, “El Beni”, siempre pasaba primero con la cuadrilla a correrse la última juerga en la casa de citas de Doña Jacinta Villacorta Viuda de Sánchez-Pacheco. “Anda chaval, corre a mi casa y dile a mi Gloria Bendita que todo ha salido bien, que tú te has adelantado y que yo llego mañana por la mañana”
El Chaval, un joven novillero, promesa del toreo, encaminaba con paso cansino hacia la casa de El Beni, imaginando e inventando excusas que no hicieran sufrir a Gloria.
Quién podría decir que aquella mujer cincuentona había alumbrado cinco hijos y se la habían malogrado dos más, abortos sietemesinos. Era una mujer bandera de pelo azabache largo, ojazos negros de interminables pestañas, nariz respingona, labios carnosos, un lunar provocador en la comisura de la boca y un color de tez agitanado que la hacía, si cabe, mucho más deseable.
Al Chaval le temblaban las piernas y enmudecía cuando Gloria abría la puerta y mirándole con desesperación le decía –“Otra vez más ¿No? Otra vez que no viene a dormir”. Sus ojos se tornaban húmedos aunque su orgullo no la permitía derramar una sola lágrima. –“En fin, Dios proveerá, ¡gracias Jorge!, hasta la próxima”. Entonces le tomaba con ambas manos la cara y le besaba dulcemente en la frente con sus labios carnosos.
Ella era la única persona del entorno que le llamaba por su nombre, para el resto era “el Chaval”. Este gesto, potenciaba de forma intensa el atractivo de aquella mujer. Jorge la amaba locamente en silencio.
Gloria se acostaba después, sin cenar, como siempre, y temblaba en la cama sabedora de lo que vendría después. El Beni, haría su entrada triunfal, oliendo a alcohol y a perfume barato de burdel. Se desnudaría, se metería en su cama y una vez, sin pedir permiso, abusaría bruscamente de ella, dejando su cuerpo tatuado con los signos del maltrato. ¡Maldito Cabrón!
A la mañana siguiente, como si nada hubiera ocurrido, la besaba con cariño con su boca maloliente y pastosa, le explicaba cualquier absurda escusa por haber llegado tan tarde y le colgaba un collar de perlas, que había comprado “El Chaval”, por dos duros, a un extra-perlista de la Calle Atocha. Ella lloraba por dentro una vez y otra más.
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Sólo faltaba un minuto para las cinco y a Carlos Benítez se le secaba más la boca. Pidió un trago de agua y mientras lo bebía repitió en su cerebro todos y cada uno de los pases de su última faena como torero. La tarde del quince de mayo de 1963 no se olvidará jamás en las Ventas de Madrid. El Beni cortó cuatro orejas y un rabo que no tuvieron discusión, ni siquiera para la parroquia del tendido siete.
Lo llevaron a hombros al Hotel. El torero estaba eufórico y, como todas las tardes de éxito y las que no, dispuso todo para celebrar en el lupanar de la Viuda Sánchez-Pacheco. –“Hale Chaval, corre a mi casa y dile a mi Gloria Bendita que como he triunfao, el Alcalde me invita a cenar en el Ayuntamiento y que llegaré muy tarde. ¡Ah!, luego te pasas por el compra-venta de la ronda de Atocha y le compras a mi señora una pulsera de brillantes, pero de las caras, lo mejor pa’ la madre de mis hijos”
-“Pero Don Carlos, yo,…”
- “Ni pero ni pera, toma doscientos duros y te quedas con el cambio. Chico, no te olvides de llevarte los estoques a mi casa, que ya les hace falta una afilao”
Jorge, no lo aguantaba más, le contaría la verdad esa noche a Gloria. No podía verla sufrir de esta manera. Ninguna mujer merece ni este ni ningún castigo y menos Ella. El Chaval estaba decidido. La ayudaría a huir a Francia, lo tenía todo pensado. Los duros que le había dado El Beni, servirían para comprar los billetes para Toulouse y podría sobrevivir al menos tres o cuatro meses con sus pequeños ahorros. Mientras tanto, buscaría un buen trabajo que les permitiera vivir felices lejos de aquél canalla.
Tras comprar los billetes en la estación de Atocha, subió con paso acelerado por la Cuesta Almoyano hasta Alfonso XII y cruzó medio corriendo el parque del Retiro, que estaba a punto de cerrar sus puertas a las veinte horas como todas las noches.
Los Señores de Benítez vivían en el cuarto izquierda de una nueva casa en el 27 de la Avenida de Menéndez Pelayo, con unas vistas fantásticas del Retiro. Gloria, había estado oyendo toda la tarde la radio. Don Matías Prats padre había narrado con su mejor elocuencia las faenas del que era su torero favorito, El Beni. Aunque toreaba en las Ventas de Madrid, Gloria sabía que él, una vez más, no vendría ni a cenar ni a dormir.
También sabía que Jorge, ese apuesto chaval gitano, promesa del toreo, que le llevaba las espadas a su marido, llamaría a su puerta antes o después, y con ojos apesadumbrados y sin abrir la boca, le diría sin palabras que su marido la volvería a maltratar otra vez más.
Pero Gloria había decido que esta vez sería diferente. Al terminar la corrida, abrió los grifos de oro de su bañera, la llenó de agua caliente y sales de baño y se relajó escuchando la novela que emitía, como todas las tardes, Radio Intercontinental de Madrid. Tras el baño, untó su cuerpo con aceites perfumados y sacó del fondo del último cajón de su cómoda alfonsina un corpiño con encaje negro, un liguero y unas finas medias de seda negra que le cubrían algo más de medio muslo. Se sentó en su cama de caoba con dosel y con la parsimonia y ceremonia de un torero empezó a vestirse con las prendas que había preparado.
Había guardado este atractivo atuendo para el día en que su marido decidiera celebrar con ella sus éxitos o fracasos en vez de con las fulanas y menganas de la casa de la Viuda Sánchez-Pacheco. Pero esta noche, no sería para él.
Gloria se recogió un moño que mostraba tanta luz en su cara que alumbraba por completo la estancia. Finalmente se cubrió con un quimono corto de seda blanca y unos cuantos toques sutiles de perfume caro francés.
De esta guisa se sentó a esperar en la mesa camilla de la sala de estar con la mirada perdida por el balcón hacia las verdes copas de los árboles centenarios del Retiro.
Jorge subió las escaleras de tres en tres hasta llegar a la puerta de su amada y tocó el timbre de forma discreta. El corazón se le salía del pecho y las piernas le temblaban, aunque esta vez por motivo distinto. Esta vez no se quedaría callado ante ella.
El sonido del timbre despertó de sus pensamientos a Gloria y sus manos empezaron a sudar. Sin querer demostrar su ansiedad, se incorporó, se colocó la bata para mostrar gentilmente su generoso escote y se secó las manos con un pañuelo que sacó del copete de su sostén donde lo volvió a guardar. Con paso firme pero tranquilo se dirigió por el largo pasillo hacia la puerta principal de la casa.
Abrió la puerta y tras ella apareció Jorge sofocado, sudoroso y despeinado. La excitación y agotamiento por la carrera desde la estación de Atocha sólo le permitió balbucear algunas sílabas sin sentido aparente.
Con infinita ternura, Gloria tapó la boca de Jorge con dos dedos y negó con la cabeza, como indicándole que no hacían falta explicaciones. Sacó de la copa de su sujetador el pañuelo y enjugó el sudor de la frente del joven con mucha suavidad. Colocó el pañuelo en su sitio y cogió la cara de Jorge con ambas manos en las mejillas en un movimiento que a Jorge le resultaba desgraciadamente muy familiar.
Él, que tan meticulosamente había preparado su discurso y la huida a Francia, se sintió hundido y fracasado. Volvería a pasar lo de siempre, el beso en la frente, “Dios proveerá” y un lacónico “Gracias Jorge y hasta la próxima”.
Resignado, inclinó la cabeza hacia adelante para acercar la boca de ella a su frente y recibir su maternal beso que desmoronaba completamente su plan. Asiéndole firmemente con ambas manos, Gloria le levantó la cara y con lágrimas de alegría en sus ojos juntó los labios con los del joven novillero. En un abrazo y beso eterno ambos rompieron a llorar bajo en el marco de la puerta. La pasión se desbordó.
Él la colmaba de besos por doquier que ella no recordaba jamás haber tenido antes. Nunca nadie la prestó tanta atención en el amor. Los encuentros y embestidas a lo largo del pasillo, mientras se desnudaban mutuamente acabaron con un jarrón y con la colección de figuritas de porcelana china de la librería del salón. ¿Y a quién le importaba eso?
No sin dificultad por la pasión a la que se habían entregado y desnudos aterrizaron en la cama gigante de caoba, dónde sin mediar palabra y borrachos por los olores, se besaron en cada centímetro de sus cuerpos y se amaron hasta caer exhaustos y dormidos abrazados.
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El reloj de la pared marcaba las cinco y sonó la primera de las campanadas. El Beni dió un respingo en la silla, había llegado la hora. Su cuerpo empezó a temblar. Una profunda voz, castigada por el orujo y el tabaco le susurró al oído – “Venga maestro, que hemos toreado en peores plazas”.
El torero miraba con ansiedad un teléfono tipo góndola de baquelita negra y dial giratorio transparente con números blancos que estaba clavado a la pared. Este teléfono le recordaba el que había anclado en la pared del pasillo de su casa y que tantas veces había tirado cuando entraba borracho a su casa oliendo a perfume de pachuli. Recordó la noche de su último triunfo…
Al abrir la puerta de su casa tropezó con la maleta de sus estoques y espadas que, siguiendo sus instrucciones, había llevado el Chaval a su casa y tiró el teléfono de góndola negro anclado en la pared. Mando callar al teléfono para que no despertara a su Bendita, se descalzó para no hacer ruido y maldijo la sombra de su ayudante por no haber vuelto al burdel con la pulsera de brillantes.
El Beni se tambaleo por el pasillo sin reparar en la colección de lencería fina y ropa de hombre esparcida por toda la casa. Al llegar a la sala de estar pisó un trozo de porcelana china y se cortó un pié. Rugió tapándose la boca para no despertar a su mujer y poder sorprenderla por la espalda como otras noches. Se desnudo al pié de la cama y al levantar la vista los vio juntos abrazados y con semblantes de felicidad.
Aunque la sangre le hervía en las venas, supo contener los nervios de la misma forma que tantas veces se había puesto delante de un toro. En silencio corrió hacia la puerta de la casa y desenvaino de la maleta de estoques, una espada de matar.
Cuando volvió al dormitorio, el Chaval ya no estaba en la cama. La presión en su vejiga le había llevado al cuarto de baño. El Beni ni se había dado cuenta de ello, la ira hacia Gloria le cegaba.
Ella yacía boca abajo sin ropa y mantenía lo que pare él era una cara de insultante felicidad. Desnudo y con la espada en la mano derecha, se dispuso a ejecutar la suerte de matar. Apuntó como tantas veces y se abalanzó sobre ella clavando el estoque hasta la empuñadura y atravesando su corazón por la mitad. Después se abrazó a ella y rompió a llorar.
- “Maestro, maestro, que ha hecho usted, me la ha matado, asesino, la has matado, hijo de puta”
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Eran las cinco ya pasadas en el reloj del presidio de Carabanchel cuando sonó el teléfono de góndola en la sala. El funcionario asintió después de escuchar con atención unos segundos y colgó
- “Don Carlos Benítez y Vargas, ha sido usted condenado a muerte por el Tribunal de Justicia Superior de Madrid, por el asesinato de Doña Gloria López de Benítez. Todas las alegaciones han sido rechazadas y según me acaban de informar del Pardo, su excelencia el Jefe del Estado, no ha concedido el indulto. En consecuencia con lo anterior, hoy cuatro de abril de 1964 a las diez y siete horas y un minuto vamos a proceder a ejecutar la sentencia. ¿Desea usted decir algo?
- “Mi Gloria Bendita, ya voy a reunirme contigo”
- “ Señor Verdugo, proceda por favor”
Con la habilidad de un carterista de la Plaza Mayor, el verdugo distrajo el magnífico reloj de oro CYMA, que el Beni llevaba en su muñeca y lo escondió en su chaqueta de pana. Colocó sobre la cabeza del torero una capucha de tela negra y le susurró al oído con una castiza y castigada voz – “Gracias maestro por tantas tardes de disfrute y gloria. No me guarde usted rencor por esto, no se trata de nada personal”
El verdugo miró al funcionario quién le espetó –“Proceda”. Con un rápido movimiento de muñeca el ejecutor giro la barra que activaba el mecanismo del garrote vil. Un chasquido seco y violento certificaba la dislocación de las cervicales del torero y su irremediable muerte. Mientras el médico certificaba la defunción el suelo se llenó de orina de El Beni.
Tras el cristal tintado de la sala de ejecuciones aquel chaval que nunca volvería a serlo, esbozó una amarga sonrisa de venganza.
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A la mañana siguiente, en el cementerio de la Almudena, en la tumba de su amada, Jorge depositó un enorme ramo de rosas rojas. –“Descansa mi amor, nunca más te volverá a molestar”.
En su muñeca izquierda un precioso reloj CYMA de oro rosa con una inscripción que rezaba “Para mi torero de su Gloria Bendita”
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A todas las mujeres maltratadas del mundo
Para que todas encontréis a vuestro Jorge y podías huir a Francia con él.
¡Tolerancia Cero!
Por cierto, Pedro Úbeda, el pseudonimo utilizado, era el nombre del padre adoptivo de mi padre, y al que todos siempre consideramos abuelo.
Un abrazo y FEliz Navidad