Miguelanxo
Well-known member
Hola a todos. He estado repasando las presentaciones de unos cuantos foreros y he visto que, en general, son escuetas y, tal vez por la natural timidez y discreción de quien entra en casa ajena, parcas en exceso. Espero que esta mía no desentone demasiado.
Llegué a los relojes lentamente, casi sin darme cuenta, de esa manera discreta en la que crece la hiedra sobre el muro hasta alcanzar el voladizo del tejado. Desde niño me fascinó un reloj de mi padre con nombre épico: "Leónidas". Muchísimo después supe que debería, en términos de entendidos, llamarlo "cronógrafo", y que los tres "relojitos" más pequeños que a mis ojos infantiles convertían el reloj en el cuadro de mandos de un avión supersónico se llamaban "subesferas". Mi padre lo había comprado de joven, antes de casarse, y sospecho que de contrabando. Nunca fue la nuestra una familia pudiente. Debió de haber antes otros relojes que lo substituyesen en el día a día de mi padre, pero el que recuerdo es un Citizen de acero, supongo que de los años 70, que convirtió al Leónidas en reliquia. Y aquella reliquia tenía un sacerdote custodio, mi padre, y un adorador único, yo.
Mi vida fue transcurriendo, profesionalmente, entre lápices y pinceles, colores, disolventes, imágenes e historias. Y un día impreciso fui consciente de que la memoria y los recuerdos, la esencia de la vida, eran cada vez más importantes en mis narraciones y en las biografías de mis personajes. Somos lo que recordamos. Tardé apenas un atardecer perezoso de verano en llegar desde esa constatación a la revelación abrumadora de que si los recuerdos son la esencia, el tiempo es la sustancia. De ahí a interesarme por los relojes, un paso.
Podemos pensar que los relojes miden el tiempo, pero también podemos pensar que lo contienen. Cada vez que cargamos su cuerda estamos depositando veinticuatro o cuarenta y ocho horas en sus muelles y engranajes. Y cuando, el día que cumplí cincuenta años, mi padre me entregó furtivamente el Leónidas me estaba haciendo depositario, en parte, de su tiempo, de su memoria.
Yo no lo sabía aún, pero en aquel momento la hiedra había empezado a escalar el muro.
No me interesan los oros ni los renombres. Me emocionan los mecanismos sencillos que después de cincuenta o sesenta años siguen midiendo correctamente el tiempo, en cajas cuya belleza no depende del lujo. La proporción de una subesfera o la tipografía de los números y su disposición pueden ser tan bellos como un diamante. Y si una de estas maravillas mecánicas atrasa o adelanta un par de minutos al día, no me vuelvo loco. Yo mismo tengo defectos mucho peores y pierdo esos dos minutos en cosas miserables.
Saludos
Llegué a los relojes lentamente, casi sin darme cuenta, de esa manera discreta en la que crece la hiedra sobre el muro hasta alcanzar el voladizo del tejado. Desde niño me fascinó un reloj de mi padre con nombre épico: "Leónidas". Muchísimo después supe que debería, en términos de entendidos, llamarlo "cronógrafo", y que los tres "relojitos" más pequeños que a mis ojos infantiles convertían el reloj en el cuadro de mandos de un avión supersónico se llamaban "subesferas". Mi padre lo había comprado de joven, antes de casarse, y sospecho que de contrabando. Nunca fue la nuestra una familia pudiente. Debió de haber antes otros relojes que lo substituyesen en el día a día de mi padre, pero el que recuerdo es un Citizen de acero, supongo que de los años 70, que convirtió al Leónidas en reliquia. Y aquella reliquia tenía un sacerdote custodio, mi padre, y un adorador único, yo.
Mi vida fue transcurriendo, profesionalmente, entre lápices y pinceles, colores, disolventes, imágenes e historias. Y un día impreciso fui consciente de que la memoria y los recuerdos, la esencia de la vida, eran cada vez más importantes en mis narraciones y en las biografías de mis personajes. Somos lo que recordamos. Tardé apenas un atardecer perezoso de verano en llegar desde esa constatación a la revelación abrumadora de que si los recuerdos son la esencia, el tiempo es la sustancia. De ahí a interesarme por los relojes, un paso.
Podemos pensar que los relojes miden el tiempo, pero también podemos pensar que lo contienen. Cada vez que cargamos su cuerda estamos depositando veinticuatro o cuarenta y ocho horas en sus muelles y engranajes. Y cuando, el día que cumplí cincuenta años, mi padre me entregó furtivamente el Leónidas me estaba haciendo depositario, en parte, de su tiempo, de su memoria.
Yo no lo sabía aún, pero en aquel momento la hiedra había empezado a escalar el muro.
No me interesan los oros ni los renombres. Me emocionan los mecanismos sencillos que después de cincuenta o sesenta años siguen midiendo correctamente el tiempo, en cajas cuya belleza no depende del lujo. La proporción de una subesfera o la tipografía de los números y su disposición pueden ser tan bellos como un diamante. Y si una de estas maravillas mecánicas atrasa o adelanta un par de minutos al día, no me vuelvo loco. Yo mismo tengo defectos mucho peores y pierdo esos dos minutos en cosas miserables.
Saludos
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